En los últimos años, hablar de amor propio y autoestima se volvió parte del vocabulario cotidiano. Las redes sociales están llenas de frases como “ámate a ti mismo”, “date tu lugar” o “elige lo que te mereces”. Mensajes que parecen recetas exprés de felicidad, pero que pocas veces nos invitan a detenernos a pensar qué diferencia a uno del otro, y por qué esa distinción importa en nuestra vida emocional.
La autoestima tiene que ver con la forma en que nos evaluamos. Es el juicio interno —y muchas veces externo— sobre nuestras capacidades, logros y cualidades. Cuando alguien afirma “soy bueno para el deporte” o “me considero inteligente”, está hablando de autoestima. Este espejo se alimenta tanto de lo que creemos haber alcanzado como de lo que los demás reconocen en nosotros.
El amor propio, en cambio, no depende de evaluaciones ni métricas sociales. Es un acto de cuidado y respeto hacia uno mismo. No se trata de cuántos aplausos recibimos ni de qué tan alto escalamos en la jerarquía del éxito, sino de la decisión de tratarnos con dignidad incluso cuando fallamos o no cumplimos las expectativas. Amor propio es saber poner límites, escuchar nuestras necesidades y elegir espacios que nos nutren, aunque el mundo nos diga lo contrario.
Esta distinción es clave. Se puede tener una autoestima elevada y, aun así, carecer de amor propio. Pensemos en esa persona profesionalmente exitosa que sabe que es talentosa, pero que tolera relaciones que la hieren porque no se siente capaz de soltarlas. Al revés, alguien que duda de sus habilidades puede tener un sólido amor propio si se trata con paciencia, busca ayuda y cultiva vínculos sanos.
Vivimos en una sociedad obsesionada con la autoestima: acumular títulos, logros, seguidores, reconocimientos. Pero sin amor propio, esos logros son como castillos de arena que se derrumban al primer golpe de mar. La autoestima mide cuánto valemos “según parámetros externos”; el amor propio recuerda que valemos simplemente por existir.
En tiempos de comparación constante, donde cada “like” parece un juicio, necesitamos rescatar esta diferencia. La autoestima puede ser una montaña rusa, sube y baja con cada logro o tropiezo; el amor propio, en cambio, es el terreno firme que nos sostiene en medio de esas sacudidas.
Por eso, la invitación es clara: trabajemos en nuestra autoestima, sí, pero nunca a costa de olvidar el amor propio. Porque al final, lo que de verdad importa no es cuánto nos valoren los demás, sino cómo decidimos tratarnos en los días de sol… y, sobre todo, en los días de tormenta.

